Ximena, una chica de unos 15 años había estado los últimos
días muy entusiasmada, y a la vez atemorizada por una leyenda urbana que
recorría por los pasillos de su escuela.
Hacía no mucho, un motel, cercano al pueblo donde ella vivía,
Santo Tomé, tuvo que cerrar como consecuencia de su excesiva infamia, la cual
se había estado formando por años, gracias a rumores que acusaban al edificio
de ser escena del crimen favorita y selecta para asesinos en serie, muchos de
los nombres de personas desaparecidas figuraban en la libreta de check in, pero
ninguno en el check out.
El dueño, un hombre viejo y agotado de tener que soportar a
los supersticiosos locales diciendo que él tenía un pacto con el diablo, decidió
vender los muebles y electrodomésticos que llenaban las habitaciones, e irse.
Lo cual, claro, incluyó tener que vender los enormes espejos que yacían junto a
las camas de cada uno de los cuartos, a un costo muy bajo, ya que la misma
infamia que lo obligaba a irse, maldecía los objetos de valor de los que quería
deshacerse y sacar ganancia.
Ximena fue uno de los compradores, sin conocimiento alguno de
la gran leyenda que rondaba alrededor de tan hermosas y valiosas superficies
reflejantes.
Las palabras iban de boca en boca no solo por la escuela a
la que asistía, sino por todo circulo social de adolescentes.“¿Cuánta gente
tuvo relaciones frente a ese espejo?””¿Cuánta gente murió?” “¿Cuantos
presenciaron su último momento de vida?” o “¿Cuantos asesinos habrán meditado
viendo su reflejo frente a él?”. Y otras tantas cuestiones tan intimas y
relacionadas con la sangre y el sexo que solo interesarían a quienes intentan
aun descubrir quienes son, qué les gusta y qué no.
La leyenda urbana decía que todo aquel que durmiese frente a
la reliquia, perteneciente al infame motel, percibiría todo momento íntimo que
éste haya presenciado, toda escena, tanto grotesca como sutil, podría ser vista
en los sueños de quien la tuviese apuntando hacia su cama.
La curiosidad de la muchacha no pudo más. Una noche,
tranquila como cualquier otra previa a un día normal de clases cometió el gravísimo
error de arrastrar la pesada estructura e inclinarla en una pared de frente a
donde dormía. Lo hizo lenta y cuidadosamente, no quería despertar a su madre o
hermano, quienes eran más paranoicos respecto a sus supersticiones.
Se acostó con una sonrisa sobre su rostro, pensando que
estaba a punto de experimentar un viaje astral hacia la historia del misterioso
edificio. No le costó mucho dormir, solo tuvo que apagar el velador que se
hallaba junto a su cama y dar un par de vueltas hasta que cayó en un sueño
profundo.
Se despertó a la mitad de la noche, no pudo saber a qué hora
era, ya que cuando quiso averiguarlo, su teléfono celular no encendía. Quiso consultar
al reloj de su muñeca, pero no pudo encender el velador. Supuso que su teléfono
se había quedado sin batería y que la ciudad sufría de uno de sus frecuentes
cortes de luz.
Cuando sus ojos comenzaron a despertarse y adaptarse más a
la oscuridad pudo notar el contorno del reflejo de la cama sobre la que ella
estaba, pero aun no llegaba a verse a sí misma. Algo frustrante, ya que al no
tener luz ni batería en su teléfono celular no tenía mucho con qué
entretenerse. Tal vez hacerse caras en el espejo habría sido algo
reconfortante, no era exactamente la más cómoda de sus noches. Algo inquietante
la mantenía allí quieta, su cuerpo se sentía muy pesado, y el silencio que
invadía su oscura habitación era imponente abrazador. Entre tanta ausencia de
sonidos, escuchó algo, creyó que fue una puerta y quiso decir el nombre de su
madre en voz alta. Sintió como si le faltase el aire, y empezó a desesperarse.
Se tiró al piso y volvió a tomar aire. Entonces volvió a oírlo,
aquel extraño ruido, parecía una puerta abrirse, a lo lejos, lentamente,
parecía un sonido hueco. Giró la cabeza y descubrió así de donde venía aquel
sonido misterioso. Frente a su cama, no había duda, había algo. Venía desde el
espejo, y no sonaba nada agradable, no se acercaba, tampoco se alejaba, solo
resonaba en su lugar, parecía estar saliendo de una celda de cárcel, seco, envuelto en un material duro y macizo.
Su curiosidad no la había hecho arrastrar la reliquia hasta
allí solo para frustrar su poco sueño y no sacar nada de ello. Podía salir
corriendo de allí. Podría haber escapado, pero no, optó por acercarse y mirarse
a sí misma de frente, y lo que sea que el reflejo quiera agregar.
Eso nunca ocurrió, nunca pudo verse a sí misma sobre aquella
lisa superficie. Y no tuvo nada que ver con la poca luz que era tan
reconfortante como el agrio silencio, manchado con aquel crudo rechinar sin
fin. No tuvo nada que ver con el miedo que la obligaba a moverse lentamente y
apenas querer mirar. Su reflejo no estaba, y no comprendió el por qué sino
hasta intentar poner su mano sobre el cristal y topase con que no estaba allí,
estaba de cara a una ventana que la comunicaba a una versión opuesta de su
habitación. Al solo pasar la mano ya sintió una temperatura elevada del otro
lado, pero esto no impidió que mandase el resto de su cuerpo a aquella dimensión
alterna. El aire era más denso y el mismo calor hacía que le dolieran los ojos.
Pensó en volver, en ir hasta la habitación de su madre e
intentar explicar la experiencia por la que había atravesado, pero cuando dio
un paso atrás para iniciar su regreso, su mano chocó contra el crista, el cual
había reaparecido.
Su desesperación la hizo golpear la superficie, quería
gritar, pero nuevamente no contaba con el oxígeno necesario para comunicarse,
pensó que podía tratarse de una pesadilla, podía ser solo un efecto de la
leyenda urbana sobre su subconsciente. Pero el calor era real, la inflamación
de sus globos oculares también lo era. Y las quemaduras que empezaba a recibir
en las plantas de sus pies, manos y rostro también.
Golpeó con furia el pesado espejo y la imagen de éste
cambió. Se vio como si la habitación del mundo del que venía rotase, lo último
que vio fue el suelo y luego solo oscuridad. Lo había empujado desde adentro. Se había roto, no había nada que pudiese hacer para volver. Pensó en ir hasta
la puerta, pensó en buscar espejos que comunicasen esta realidad con aquella de
la que vino. Pero no podía moverse, su cuerpo ardía y dudaba que fuese a tener éxito
de todas formas.
Comprendió entonces que había caído en la trampa, como
muchos de los huéspedes de aquel motel. Había entrado en el mismísimo infierno,
por cuenta propia.
Desplomó su cuerpo sobre la cama que tenía detrás de ella y
ardió en llamas, como si hubiese estado bañada en fluidos inflamables y las
sabanas fuesen brazas al rojo vivo.
Y como muchos aquellos que habían pasado la noche en el motel
hacia las afueras de Santo Tomé, jamás se supo de ella.
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