La Silueta
Para la familia Enke, el evento duró un fin de semana. Un
fin de semana que había aparentado iniciar como cualquier otro, nunca podrían
haber previsto que éste terminaría teniendo una macabra relevancia en sus
vidas.
Día 1
Los padres de Darío estaban abandonando la casa a la mañana.
Su madre le advirtió que fuese a la escuela por más que ellos no estuviesen a
esa hora, que algún día, él le agradecería el consejo. Pero, estando ya en el
último año de la escuela secundaria, conocía como dejar con una linda ilusión a
sus viejos.
Se puso el uniforme y se sentó a desayunar mientras ellos se
iban a la casa de campo que tenían unos kilómetros al sur. Ambos se despidieron
de Darío con un abrazo y sonrientes partieron mientras él simulaba estar
apurado para ir a la casa de su compañero y así caminasen juntos hasta la
institución. Pero para cuando el auto abandonó la cuadra el muchacho ya estaba
arrancándose el uniforme a las corridas mientras subía las escaleras con
peligrosos tropezones.
Al caer desnudo sobre la cama de sus padres, echó un vistazo
a su alrededor, a ver si encontraba el preciado objeto. Se vio muy disgustado
al recordar que tenía que moverse para encontrarlo.
Primero abrió el cajón de la mesa enana a la izquierda de la
cama, el lado donde dormía su padre. A primera vista, no había más que esquinas
de papeles plateados con uno de sus lados muy resbaladizos, evitó tocarlos e
ignoró las mal escondidas tarjetas pornográficas que había recogido en la
calle, durante aquel paseo por Las Vegas en las últimas vacaciones. No hubo
éxito, no buscaba nada de eso.
Se arrastró hacia el otro extremo de la cama para alcanzar
la mesa de su madre. Allí estaba, la llave de la bodega de vinos, también
conocida como “el sótano” porque eso era exactamente.
Bajó las escaleras revoleando las pequeñas llaves con el
dedo índice, iba despacio, pensando cómo disfrutaría de un buen vino tinto
mientras jugaba Resident Evil 2 en su Nintendo 64, cuando oyó unos gritos en la
casa de al lado y se detuvo a prestar atención.
Siempre se había sentido preparado para llamar a la policía
por los disturbios de la casa de al lado. Ya su madre lo había hecho una vez, y
desde entonces, la familia de al lado, los Gonozzi, nunca más cruzaron palabra
alguna con los Enke.
La mujer era realmente persuasiva y de buen temperamento,
había conseguido que su marido usase el apellido de ella, y que el hijo, de
aproximadamente 7 años, también.
Siempre peleaban, se podían oír fuertes golpes, incluso la
ruptura de muebles, resultaba increíble que siguiesen viviendo juntos, teniendo
ambos un buen pasar económico. Darío suponía que por el hijo.
Los ruidos cesaron y como si nada, se abrió camino hacia los
vinos y tomó uno para pasar la mañana.
Llegada la hora de almorzar se comió tantos sándwiches como
pudo y siguió bebiendo, de a poco, claro, uno de los caros vinos de su padre.
El atardecer llegaba y ya se había cansado de intercalar
entre los juegos de su consola, los cuales no eran muchos y puso el televisor
en el canal cocina, para tentarse a cocinar o, quien sabe, pedir una pizza.
Se volvieron a oír gritos desde la casa de al lado, y
lamentablemente para Darío, el sofá sobre el que reposaba, estaba junto a la
enorme ventana que apuntaba hacia la casa de los Gonozzi.
Miró de reojo, sin darle mucha importancia, y podía verlos
arriba, uno frente a otro, gritándose a la cara. Movió la cabeza y puso una
expresión de desaprobación y vergüenza ajena. Cuando estaba por volver la
mirada hacia la pantalla que tenia frente a él, paseó sus ojos por las otras dos
ventanas que apuntaban hacia él. Se detuvo en una de ellas, la única que no
tenía las gruesas cortinas cerradas, donde veía la luz del televisor dando de
lleno contra la cara del niño, quien estaba sentándose demasiado cerca.
Entre los insultos que se gritaban los padres, Darío pudo oír
uno, ”feto de mierda abortada”, el cual fue proporcionado por la Mujer, Olivia
Gonozzi. Siempre era ella la que tiraba los mejores insultos, extrañamente, ya
que en la calle aparentaba ser una mujer muy dulce.
El muchacho, aun oyendo la pelea cual chismoso, sintió la
necesidad de gritar “muy bueno” felicitándola por “feto de mierda abortada”. Le
parecía muy original y único.
Volvió a intentar prestar atención al televisor que tenía
enfrente.
La pelea ya había cesado, pero se podía ver sus siluetas en
el mismo lugar, estaban con las cortinas cerradas, y ya casi no había luz
natural afuera.
Ya muy aburrido y ebrio, Dario volteó la cabeza, mirándolos
directamente.
Pero algo más llamó su atención, la sedujo, desde su vista
periférica. El niño seguía en el suelo, peligrosamente cerca del televisor,
pero ahora no veía su cuerpo completo, una figura oscura se lo impedía. Frente
a aquella ventana, estaba dentro de la casa, alguien. Era difícil de entender
quien, o si era un hombre o una mujer. Lo que era fácil de entender, era que
estaba mirando hacia afuera.
El joven Enke sintió como si alguien acariciase su columna
vertebral con el filo de un alfiler, hasta llegar a la parte posterior de su
cintura.
Achinó los ojos para aclarar la visión, probablemente era
solo un abrigo. Los Gonozzi eran solo tres, nunca habían contratado a una
niñera, la mujer trabajaba en la casa. ¿Quién era entonces?
Quedó bastante claro que no era un abrigo colgando de algún
mueble, quedó bastante claro, cuando aquella oscura figura levantó la mano y la
movió, saludando amigablemente a Darío.
Podía ser un amigo de la familia, podía ser un tío, un primo
o simplemente visita. Pero ¿por qué se sentía tan mal ser observado por esa
figura?
Causaba al muchacho una sensación de claustrofobia, de no
tener salida. Como si al cruzar miradas con ésta, hubiese regalado su vida para
experimentos.
Y el alfiler seguía recorriendo su espalda, de arriba abajo,
poniéndole los pelos de punta.
El niño volteó y miró hacia donde estaba la figura, ésta
volteó y el infante comenzó a llorar a los gritos.
Darío enloqueció, había llegado a la conclusión de que se
trataba de un intruso, y estaba a punto de callar al pobre niño., quien sabe
cómo.
Sus piernas no respondieron bien en los cuatro pasos que
tuvo que dar para alcanzar el teléfono.
En un plazo de 5 segundos, pasó por su mente llamar a la
policía, pero se planteó lo mucho que tardarían en llegar. No había tiempo,
tenía que llamar a la casa, hacer algún ruido, lo que fuere.
Marcó el número de la casa de los Gonozzi, el cual estaba en
una lista de vecinos junto al aparato y éste ni siquiera empezó a sonar y ya
había sido atendido.
Se oía el televisor, estaba en el canal infantil. Darío
reconoció los efectos de sonido de Tom y Jerry y el grito atragantado entre
llantos del pequeño Ariel Gonozzi.
Miró por la ventana y allí estaba la figura, exactamente
donde la había visto por primera vez, de pie, mirando hacia afuera, pero ahora
su codo estaba levantado, y sostenía un teléfono contra el lado izquierdo de su
cara. No podía ver sus ojos, pero Darío sabía, estaba seguro y hasta sentía que
lo miraba.
El joven Enke vació el contenido de su vejiga mientras la
figura bajó el teléfono que sostenía y caminó hasta que fue imposible verlo
desde afuera.
Los padres de Ariel aparecieron dentro del marco visible de
la ventana y callaron al niño amablemente. Lo abrazaron y lograron consolarlo
hasta que rió, mientras ambos le hacían caras.
Darío, por su parte, dejó caer el teléfono al suelo y
se quedó en su lugar, ya sin orina que soltar y con los ojos llenos de
lagrimas, respirando hondo y sonoramente.
Sintió la necesidad de buscar el revólver de su padre, y eso
hizo. Para dormir abrazado a éste.
Día 2
Despertó sintiendo la luz del sol sobre sus párpados, su
cuerpo en posición fetal y un sabor metálico en la boca.
No sabía qué era exactamente, aquel gusto al que reaccionaba
con tanto asco, ¿a qué se debía?
Sabía que esto le traía un horrendo recuerdo, remontándose a
sus días de escuela, la chica que le había gustado, la única persona con quien
había podido socializar durante aquel periodo de su vida, y la trágica muerte que
ella tuvo que sufrir. Tenía en su mente la imagen de la muchacha, sentada junto
al inodoro, con sangre bañándola desde el labio inferior de su boca, marcandole
una línea media por todo el pecho. Los arañones rojos a su alrededor, los
signos de lucha, de desesperación dentro del cubículo. El agua roja dentro del
tazón. Sus ojos (por favor no, por favor, que desaparezca la imagen) sus ojos,
expresando nada, demostrando nada, dando a entender que no había nada que
decir, nada que hacer (vete sabor a metal, vete) el gesto de resignación total,
de haber asumido su muerte, de entender que todo había terminado, (quiero
suicidarme, desde que lo vi, siempre he querido matarme) un minuto antes de que
así sea.
(Abre los ojos, llénalos con una imagen real, actual.
Actualiza tu mente, levántate)
Su cuerpo respondió lentamente, y los párpados fueron
separándose con extrema pesadez, dando a entender que miraba fijo a la delgada
cortina blanca, atravesada por los rayos
de luz solar de la mañana. La primera parte de su cuerpo que pudo ver con su
ojo derecho (el que no estaba hundido contra la almohada) fue su rodilla,
seguido de lo que parecía ser la parte inferior de las chachas negras del
Magnum 357 de su padre. Terminó de hacer un gran esfuerzo al ver su dedo
meñique.
Envió una orden a éste y al resto de su mano.
-Muévete.
Y se estiraron todos
menos el dedo índice, que pareció chocar contra una delgada estructura, que lo
hizo sentir nuevamente el sabor metálico, pero ahora incluso como si algo se
moviese dentro de su boca.
Se volvió bastante obvio.
Abrió los ojos y vio la imagen completa, la percibió y la
sensación de la piel erizada lo hizo
sentirse como un cactus.
Tenía el cañón del enorme revolver metido en la boca y el
dedo sobre el gatillo.
Un violín se rompió dentro de su mente, cuerda por cuerda, y
se puso a temblar. Sacó lentamente el arma y mientras se arrastraba lejos de
ésta, sin perderla de vista, se preguntó a sí mismo: ¿cómo lo había hecho?, si
era su intención o solo el reflejo de mandar algo a la boca mientras dormía.
Sus pies tocaron el suelo de la habitación mientras él
seguía retrocediendo, dirigiéndose hacia la puerta que lo llevaría hacia el
balcón interno y así a las escaleras.
-Ni siquiera lo intentes- gritó una voz femenina, el sonido
venía desde la ventana.
-¿Qué…?- respondió él confundido.
-Sabes de lo que soy capaz, o mejor dicho, no, no tienes ni
idea.-
No hablaba con él, era Olivia Gonozzi, discutiendo con su
esposo.
-Si intentas deshacerte de mí, lo voy a hacer, voy a
encargarme de que sufras, vas lamentar mucho ponerte en mi contra.-
Darío achinó los ojos y se sintió un imbécil por estar
escuchando. Se volteó y caminó de frente ya a las escaleras. Pero claro, los
gritos seguían entrando por las enormes ventanas de la residencia Enke.
-¿Que vas a hacer basura? ¿Vas a matarme?-
-Eso sería patético, te ahorraría la tortura.- Respondió la
señora Gonozzi mientras el joven hacía caras expresando lo patética y exagerada
que parecía la pelea y su profuso eco, al tiempo que programaba la máquina de
Expresso para que le preparase un cappuccino.
Algo ocurrió, algo que hizo que el joven solitario cambiase
la expresión de su rostro. Oyó al hombre de la casa de al lado llorar. Lloraba
a gritos, de lo contrario no habría podido escucharlo.
Se acercó a la ventana del living, junto al sofá, el cual
estaba frente al televisor. Daba directo a la casa vecina, desde allí se pudo
oír perfectamente como el hombre cayó de rodillas contra el piso de madera de
la planta alta.
-Déjanos en paz- dijo el hombre, con la voz temblorosa,
lleno de miedo –déjanos volver a nuestra vida de antes.
Darío no podía verlos, no quería abrir las cortinas, tampoco
le parecía tan interesante, los dolores de cabeza lo estaban haciendo fruncir
el ceño de tan fuertes, solo estaba haciendo tiempo mientras su café
mata-resacas se preparaba.
-Devuélvemela- gritó el hombre justo cuando el muchacho se
había volteado para volver a la cocina. Se quedó de pie, y lentamente volvió
hacia la ventana, con una fuerte expresión expectantica.
-Devuélveme a mi esposa, te lo suplico- exclamó Dante
Gonozzi entre fuertes llantos- déjanos en paz.-No hubo respuesta alguna por
parte de la mujer.
Darío se asomó con la mano hacia adelante y corrió las cortinas,
viendo de frente el marco que había observado la noche anterior. Donde había
estado el niño viendo la tele. Sintió un vacio enorme, como si la imagen
estuviese incompleta, como su hubiesen quitado algún mueble.
El niño pasó caminando, pero aun así, siguió sintiendo esa
sensación de ausencia, como si sus venas y arterias estuviesen vacías o llenas
de aire. Esa sensación de completa desorientación, faltaba algo. ¿Un objeto?
¿una persona? ¿una… una figura?
Lo golpeó como una flecha en la espalda. La figura, la
silueta de la noche anterior. Su mirada (me estaba viendo) su pesada mirada
depositada sobre (sobre mi rostro, sobre mi jodido rostro) la piel de Darío. La
cual había sido víctima de un escalofrío extremo, horas atrás.
-Eso… eso no pasó- dijo en voz baja- Eso no… no pasó- se
repitió luego más fuerte. Intentando auto convencerse.- Fue un sueño,
obviamente tomé demasiado vino y…- bajó la mirada detrás suyo, una asquerosa
macha de orina yacía allí, y a su lado, un pantalón hecho bodoque.
-¿El arma, por qué fui a buscar el arma?- susurró, y una
campana le avisó que su Cappuccino ya estaba listo.
Fue hasta la cocina, sirvió y tomó el café lo
suficientemente rápido como para no sentir que le faltaba azúcar.
Dejó la tasa
es el lavavajillas y se sentó en la mesada con la columna encorvada, apoyando
los codos sobre los muslos.
-Porque estaba ebrio…obviamente- dijo elevando la voz –y hoy
voy a estarlo de nuevo- exclamó sonriendo y mandando una mano a la nuca.
Darío se había vuelto, secretamente, un alcohólico hacia un
par de años, cuando su poco eficiente psicóloga decidió que ya no era necesario
tratarlo. Hacia unos años, a inicios de la escuela secundaria, buscaba por los
pasillos a Celina, la chica que le gustaba, quien había desaparecido unas horas
atrás. La encontró en un baño alejado de los salones que tenían alumnos en
aquel horario. Estaba muerta, había estado vomitando sangre.
Comió unos cuantos sándwiches y los hizo bajar con un vino
blanco de buena marca. No estaba seguro de si esto lo ayudaría a digerir la
situación o lo volvería más paranoico aun.
Se sentó en el sofá frente al televisor, pero en el extremo
opuesto a la ventana. No soportaba la sensación de deja vú que se apoderaba de
él al escuchar cualquier sonido proveniente de la casa de al lado. Seguía
dudando respecto a la veracidad de sus recuerdos. Era imposible… era… poco
probable.
Encendió el aparato que tenía frente a él y se topó con el
canal de cocina. Enseñaban a preparar una salsa particularmente espesa.
Estuvo a punto de cambiar el canal cuando el chef tomó una
botella de vino tinto, lo cual tentó al muchacho a dar un trago a su traslucida
bebida. Disfrutó del prolongado sorbo con los ojos cerrados, y los iba abriendo
a medida que bajaba el envase.
Cuando éste se apartó y le permitió ver la pantalla del
televisor. Vio al hombre verter la sustancia en la salsa y dar a ésta un color
fuerte.
Incluso teniendo el fuerte vino blanco en la boca, lo sintió
de nuevo. Sintió el sabor metálico.
(Celina) dijo en su cabeza y tuvo nuevamente la imagen de la
chica muerta abrazando el inodoro.
Subió las escaleras y volvió a recostarse en la cama
matrimonial, donde bebió hasta quedarse dormido, lenta y emborrachadamente.
…
El sonido de una cachetada invadió la oscuridad de su
profundo sueño, y cual caricaturista lo escribió en su mente como un “SLAP”
dentro de una explosión puntiaguda de onomatopeya.
-¡Basura! ¡Déjalo!- gritó una voz de hombre, y Darío escuchó
y visualizó al marido de Olivia Gonozzi extendiendo la mano.
Hubo silencio, de vez en cuando interrumpido por un suave
llanto, que no quería mostrarse, como si su autor quisiese mostrarse valiente.
La voz de un niño dijo- Mamá…- y el resto fueron sonidos de
tablones golpeando un cuerpo, una bolsa de papas o quizás un boxeador moliendo
a puñetazos un colchón.
El objeto dejó de golpear los tablones y se desplomó con un
sonido más lejano que el inicial.
-¡¡Ariel!!- gritaron dos voces al mismo tiempo, la de un
hombre y la de una mujer.
-Dios mío- se oyó con un tono femenino. ¿Qué has hecho?
¡¿qué me has hecho hacer?!-
Despertó. Tenía que llamar a las autoridades. Las
imágenes en su semi-despierta cabeza se equivocaron, hizo la relación y lo
entendió. Habían lanzado al niño por las escaleras.
Se levantó de la cama transpirando, encendió el velador a su
derecha y vio en el suelo la botella vacía. Algo de lo cual no estaba seguro de
si quería sentirse orgulloso o indignado, de un solo salto se puso de pie,
mientras la voz del hombre expresó-No… la culpa no es ni tuya ni mía, tu madre,
esa hija de puta… nos metió en esto sin advertirnos, y todo por ti.-
Abrió la puerta que llevaba al balcón interno, que
comunicaba las habitaciones con la escalera.
Se visualizaba poco y nada por fuera de la habitación, y
menos aun estando el velador encendido a sus espaldas, haciendo que su sombra
cubriese el camino por el que iba a caminar, por pura costumbre cerró la puerta
a medida que apuntaba su correteo hacia la escalera.
Dio dos largos y acelerados pasos cuando chocó contra algo,
un algo que sintió más como el pecho de alguien, de alguien alto, y fuerte, ya
que no lo movió ni un centímetro.
Darío dio unos pasos hacia atrás, su vista aun no estaba
adaptada a la oscuridad, pero lo entendió, entre la gama de azules oscuros que
ilustraban el panorama, pudo ver sus bordes, su contorno. La figura estaba
frente a él. Levantaba los hombros cada vez que inspiraba y los bajaba al
espirar.
Ya no se podía describir al miedo como un alfiler acariciando
la línea media de su espalda. Ahora, cada bello de sus antebrazos y de su nuca
se sentían como uñas clavándose en la piel, arrancando la carne, como bestias
desesperadas por salir.
El sonido de sus pasos en reversa interrumpían la tensión, y
el muchacho no respiraba, no podía hacerlo y realmente era necesario. En vez de
hacerlo, tomó aire profundamente al sostener el picaporte de la puerta a sus
espaldas, y abrió la puerta, esperando que la luz hiciese que aquella sobra
tridimensional desapareciera, que se alejara al menos, pero solo sirvió para
que se diese cuenta de que era aún más real, más solida, su presencia se tornó
diez veces más aterradora.
Cuando la figura empezó a acercarse hacia él, gritó, gritó
como si se lo estuviesen comiendo vivo. Su imaginación se anulaba al intentar
pensar qué le haría esa cosa.
Lanzó su cuerpo a la cama, cual niño, pensando en esconderse bajo
las sabanas y gritar por su mamá. Pero al ver el arma, pensó que si esa cosa
era tangible, probablemente era posible lastimarla. Empuñó el revolver y no
pensó dos veces antes de apretar el gatillo en dirección a la figura.
Hizo dos agujeros en la puerta de la habitación de sus
padres, y esa cosa ya no estaba.
Se quedó en esa posición unos dos minutos y recordó que
podía moverse cuando por la ventana entraban las luces verdes de una
ambulancia, que probablemente habían llamado los Gonozzi para que atendiese a
su hijo.
No podría volver a dormir tras el evento, de eso estaba
seguro. Pero de todas formas se recostó.
Percibió un extraño olor, extraño, pero similar a la vez.
Estando recostado, miró a su derecha, y allí estaba Celina, de pie. Haciendo un
gesto con la mano, llamándolo.
Día 3
Un auto estacionó frente al garaje de la residencia de los
Enke, se oyeron las risas de los padres de Darío al bajar del vehículo.
Conversaban de lo agradable que fue el fin de semana, estaban felices de ver a
su hijo.
Dentro de la casa solo se oía el reloj que se encontraba
sobre la puerta de la cocina. Es más, el silencio era tal, que se lo escuchaba
desde las habitaciones.
El eco había aumentado, ya que pocos muebles yacían
levantados. La mayoría estaban en el suelo, otros inclinados, rotos o sin sus
cajones puestos. El piso estaba lleno de papeles y objetos pequeños que
parecían haber salido despegados de donde habían estado guardados.
Las camas estaban desarregladas, las pantallas de los
televisores, destruidas, como si alguien las hubiese golpeado en el centro.
Se oyó la llave girar en el cerrojo, la pareja abrió la
puerta y se encontraron de frente con el espectáculo del blanco de la pared
marcado con un salpicón con la forma de un triangulo invertido. Bajo su vértice
inferior yacía el joven, con sus ojos inexpresivos, la boca abierta y en la
parte trasera de su cráneo una abertura similar a una flor en plena primavera.
Su mano derecha sujetaba el revólver como si se hubiese aferrado más a éste que
al mismo deseo de matarse.