1/2/15

¿Por qué ser tan hostil con la religión?


Buenas tardes.


Hace no mucho leí el libreto de un show llamado “Dejando ir a Dios” de la comediante Julia Sweeney. No me resultó para nada cómico, en realidad, me conmovió muchísimo y como muchas personas me sentí muy identificado. Tanto así que desenterré memorias de cuando por primera vez, como dice ella, me puse los lentes de “Dios-no-existe” y miré asustado a mi alrededor.

El texto no va destinado a discutir la veracidad de las “Sagradas Escrituras” o la existencia de Yaweh o alguna otra deidad, solo planeo explayarme, dejar salir las palabras a través de mis dedos y compartir, con quien sea que acuda al blog, a qué se debe mi corrosiva y áspera hostilidad al dogma cristiano.

De cualquier forma no conozco a nadie que lo siga realmente, ya que todos inventaron sus variaciones (quienes también creen en embrujos, hechicerías, payés, en resultados del satanismo, adoran estatuas y llevan estampitas en sus billeteras o atribuyen poderes a personas u objetos, siempre ignorando que su dogma los condena por ello)

Un hecho trágico había tomado lugar en mi vida cuando tenía solo 11 años de edad. Un conocido había fallecido. Fue la primera vez que, en mi corta vida, había tenido que enfrentarme a la noticia de alguien falleciendo.  

No se trataba siquiera de un ser querido para mí, era del pariente de un amigo con el cual habíamos estado pasando mucho tiempo juntos y, claro, como fuimos criados en familias y escuelas católicas, habíamos tenido fe y rezado horas (sin exagerar) seguros de que aquella persona sería salvada por nuestro esfuerzo, amor y plegarias, porque eso se nos había enseñado como si fuese un “dos más dos es igual a cuatro”.

Ver al cuerpo desfallecido y a mi amigo, de la misma edad que yo, sumido en una tristeza indescriptible, y más que seguramente, inimaginable, me hizo quedar parado, duro, perplejo (cuando ni conocía aquella palabra) esperando que mi amor y fe por Dios hiciera efectos.
“Se va a levantar” pensaba. Ni siquiera estaba triste, “atento” es la palabra que mejor describe aquel estado. “Se va a levantar” decía en mi cabeza, mientras todos a mi alrededor sufrían la pérdida. Y pasados ya los 20 segundos más largos de mi vida le ordeno furioso, en silencio, al cuerpo despojado de vida “¡LEVANTATE!” pero éste lógicamente no me obedecía. Y de nuevo pensé “Levantate…” esta vez agregando al final un “…por favor”

“Por favor, levántate. Él está sufriendo, todos están sufriendo. No podés morirte.”

Aun no llegaba a ponerme triste. Aún estaba seguro de que mi fe tendría efectos. Recuerdo que alguien muy cercano a mí, que se encontraba allí cerca, una persona adulta me dijo- A veces es necesario llorar, no tengas vergüenza, éste es el momento- y yo negué con la cabeza. Mi respuesta fue “no hace falta” porque estaba seguro de que ya pasado quizás un minuto (el más largo de mi vida) el hombre movería su mano y sujetaría al inconsolable muchacho, porque tuvimos fe y eso me habían enseñado en casa, en la iglesia y en la escuela. Ese era el método de solución de los problemas cuando estaban más allá de nuestro poder y según me habían dicho “funcionaba”. Jamás siquiera había oído de la posibilidad de que no fuere así.

Está de más aclarar que el hombre no se movió. Que la angustia en los demás creció y que por el resto de la semana el silencio reinó en todo el círculo de conocidos.

Recuerdo, poco rato después, en mi casa. Estaba en la ducha, pensante y aun atento. Más que nada a si sonaba el teléfono. Esperaba que alguien llamara diciendo “está vivo”.

La realidad me golpeó antes de salir del agua.

“Dios es bueno… ¿por qué habría de pasar esto?” pensé inocentemente. “Debería haber funcionado” me repetía. “¿Me mintieron?” me pregunté y la peor sensación, el asco propio y la angustia me invadió al pensar “Dios no existe”. No por una supuesta “ausencia de bondad” sino porque todo lo que me habían dicho respecto a cómo interactuar con él había fallado.

No podía ni convivir conmigo mismo. Me repugnaba, había cometido el pecado más sucio y deseaba arrancarme de mi propio cuerpo. “Cómo vas a pensar eso” pensé “te va a castigar, te tiene que castigar”. Otra duda fue expresada por esa voz interna. “¿Y si la muerte de ese hombre fue un castigo a otras personas?” (aclaro de nuevo, por las dudas, que se trata de la mente de un chico de 11 años. No intento demostrar nada, solo escribo recuerdos) “pero no, mi fe es más fuerte que esos pecados”

“no sabrías como vivir sin Dios” me repetí incesante “cómo podrías atravesar un día sin sentir que te cuida” pensé luego “si él no te cuida ¿Quién entonces?”

“estas solo”

Y la desolación y desamparo me invadió como un escaofrío.

“cuando no hay nadie al lado tuyo ¿estas completamente solo?”

Y acá mismo es donde me gustaría resaltar una de las razones por las que me repugna el dogma cristiano. La tortura psicológica a la que un niño, criado en él, es sometido, es devastadora. Las ideas sobre un infierno literal en el cual por pensar diferente a nuestras “autoridades divinas” (Dios, Jesus, el Papa, la Madre teresa, Don Bosco o cualquier santo  >porque cada uno parece opinar distinto<) no es imaginario. El miedo que uno se auto-inflige es muy real.







(Espacio de mitad de texto para que vayas a buscar un vaso de coca)







La terrible idea de que todo el tiempo estamos siendo observados y nuestra mente está siendo leída y de que luego pagaremos, tarde o temprano, por solo nuestras “opiniones” con un sufrimiento, es algo que puede quitarle el sueño a un niño. Y como a muchos, efectivamente, eso hizo conmigo por un prolongado tiempo que recuerdo con dolor.

La duda había sido implantada en mi cabeza y no era eso lo que me asustaba, sino la posibilidad de que fuese falsa y que yo luego fuese a pagar por mi ruin desconfianza.

Mis sueños en aquel periodo no solo tenían como protagonista (a veces) al fallecido resucitando y luego al despertar me daba cuenta “no fue real…así que estas vivo, ese buen hombre muerto y probablemente vayas a pudrirte en desgracias por ser un malagradecido”. Era muy frecuente para mí soñar con situaciones muy angustiantes, cosas malas que me ocurrían como pagas a mi, a penas, “probable” ateísmo.

También solía, durante aquellas durísimas noches, visualizar a mis parientes sospechando o, eventualmente, enterándose respecto a mi duda en cuanto a la existencia de Dios y tratándome con rechazo, repugnancia, desconfianza y una tremenda indiferencia(cosa que en algún punto de mi vida pasó)

Como contaba con internet me puse a leer al respecto. Busqué opiniones de personas que argumentaban la existencia de Yaweh e intentaba digerirlas, así como también me adentré en la propia Biblia. Procuraba auto-convencerme, quitarme aquella horrenda duda que atentaba arruinar mi vida y llenarla de desgracias brindadas como castigo, porque claro, yo creía “es una prueba… me advirtieron sobre esto y puedo pasarla…VOY a pasarla”. Pero florecieron en mi mente otros pensamientos “si es bueno… ¿por qué habría de castigarme?” y “si lo sabe todo… será comprensivo y entenderá por qué dudo de él” los cuales hicieron que mejorase la situación dentro de mi cabeza, cual fundamentalista.

Y llegó después otro conflicto que hizo que me sintiese peor aún… la Biblia no tenía sentido y las opiniones que estaban a favor de la existencia del dios en el que intentaba seguir creyendo eran tan contradictorias como las mismas “Sagradas Escrituras” en las que se basaban. Muy vergonzoso.

De repente lo que era bueno, era malo. Lo que era “muerte” en un rincón, era “salvación eterna” en otro y lo que era “salvación eterna” en el primero mencionado era “pecado capital” en una tercera esquina.

Justo cuando creí estar zafando de la cintareada de mi “Santo Padre” de repente dudaba más que al principio. Tanto así que quería mirar para arriba y de hombros levantados y una sonrisa pícara decir “Perdón…”

Seguí investigando, a la par de que iba leyendo la Biblia y me fui encontrando con distintos nombres en la biblioteca de mi segunda escuela, la cual también era católica. El primero, quizás el que me dio más coraje fue Martin Lutero, y de repente yo era luterano. Luego me encontré con que existían otras religiones igual de justificadas que aquella a la que inicialmente pertenecí, así que fui intentando descubrir a cual quería pertenecer, aun mientras leía la Biblia y “dios” ya se escribía en mi mente con minúsculas.

Los nombres de filósofos y pensadores, que por su exagerado número no vale la pena mencionar, tuvieron también su lugar en mi dudosa mente, pero apareció una chispa. Leonardo da Vinci, después Miguel Angel, cuya biografía y arte aun me llenan de lágrimas de solo recordar cuando fueron descubiertas por mi joven cabeza de nene pelotudo. Apareció Galileo, luego lo siguió Newton, luego Einstein, Hawkings y un hombre al que nunca voy a poder agradecer por tranquilizarme y hacerme pensar “puedo vivir sin Dios”, un tipo llamado Darwin. A quien amo como a un padre intelectual.

Pude expresar mis pensamientos con las personas que me rodeaban, porque por primera vez en mi vida contaba con el vocabulario necesario y mis pesadillas se hicieron realidad. Personas a las que quería descubrieron algo de mí y yo algo de ellas. No me querían a mí tanto como aseguraban, querían en realidad al cristiano que había en mí.

Si el lector es cristiano, se crió como tal y en una familia que comparte ese dogma hace generaciones, me gustaría que se pregunte “estas personas con las que convivo y comparto creencias ¿realmente me quieren? ¿Alguna vez voy a saber si aman lo que soy detrás de la etiqueta?” porque por lo que aprendí tras la dolorosísima experiencia de dejar ir a Dios, la religión siempre fue, entre muchas cosas, buenas y malas, una etiqueta. Una etiqueta para decir “estas personas tienen algo en común conmigo y estas otras no”.

“Estas personas están en lo correcto, estas otras no” “Estos son buenos, estos no”

“Estos son normales, estos otros terroristas”

“Estos son generosos, estos otros tacaños”

Existe el patético fundamento de que eso quedó en el pasado, de que ahora para la mayoría de creyentes ya no importa la diferencia ideológica. Pero, en mi país, por ejemplo, la mayoría crecemos rodeados de cristianos, nos casamos con cristianos, criamos cristianos. Se trata con indiferencia al no cristiano porque se lo hace consiente de que forma parte de una minoría, ya que las figuras religiosas abundan en lugares donde no deberían (aunque según so propio dogma, dichas figuras físicas no deberían existir) y eso es una enorme barrera para la evolución de una sociedad.

Como aprendí gracias a Charles Darwin, uno de los elementos más importantes para la evolución es la variedad (Variación-Selección-Mutación-Herencia), porque aumenta las posibilidades de un progreso. Y si la mayoría de las relaciones se dan entre personas con una mente que se expande a solo un pequeño campo de ideas y posibilidades (si dejamos de lado las lógicamente imposibles) la sociedad va a evolucionar de forma más lentamente.

No por nada los países más atrasados en cuanto a ideologías son los menos heterogéneos en cuanto a religión. Por leyes totalitarias que especifican “no mataras” cuando parquísima gente (incluido quizás vos, que estas leyendo) sabe dar una definición específicamente fisiológica de “vida” o “sufrimiento” que se podría defender frente a un jurado.

Todos los que sigan dichas leyes totalitarias parecen negarse al aborto, pero aceptaron sin problema que se realice la fecundación in vitro, en la cual la mayoría de los embriones, exactamente iguales a los naturales, mueren.


Eso fue todo, espero haberte entretenido y no me importa en qué creas o no creas, me entretuve muchísimo recordando y escribiendo y te quiero dar las gracias por leer.

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